Ni duchas, ni almuerzos programados, ni ventanas abiertas, menos cortinas arriba. Un rayo de luz le parecía el peor de los sacrilegios y la obligaba a plantar su cabeza bajo la almohada para evitar la fotofobia que cada día la ponía más irritable. El domingo era el merecido desenlace de la semana, era su final feliz. En donde ella y su cama se entrelazaban en un sueño profundo, que por lo general concluía el lunes. Sólo ahí, protegida de todos sus fantasmas, a puertas cerradas lograba dejar de pensar. La imposibilidad de ir al Sunshine - debido a que domingo y lunes cerraba -, le otorgaba una calma que los demás días de la semana le era impensable conseguir.
Para Vicente en cambio, - y porque era un joven totalmente noctámbulo -, dormir consistía casi en un mal necesario, que evadía cada vez que alguna posibilidad se le presentaba. Además, su vida social era más activa que la de la mayor parte de la gente. Los domingos siempre encontraba algo que hacer. Salir a la casa de alguna amiga “de esas con ventaja”, era por lo general su primera opción. Asunto que, además de ser una segura entretención para cerrar la semana, le servía como tema de conversación durante días. Relataba con increíble elocuencia, sus andanzas mientras sacaba a relucir su presuntuosa personalidad de galán – casi de telenovelas -. Pero si, por esas extrañas casualidades de la vida, se encontraba sin una de sus “doncellas”, optaba por reunirse con el séquito de amigos que lo seguían a todas partes con el orgullo de un escudero acompañando al más hidalgo de los caballeros.
Para Antonia esa situación era divertida cuando la miraba desde fuera, pero cuando le tocaba ser parte del grupo de escuderos - medio sometidos a las decisiones bastante poco democráticas de Vicente -, la empezaba a molestar. Ambos eran testarudos y peleadores, situación que más de alguna vez generó conflictos en su - casi perfecta - convivencia.
El único domingo en que Vicente osó quebrantar la regla de oro en el departamento e invitar a un grupo de amigos a jugar póquer cerca de las cuatro de la tarde. Y cuando Antonia comenzó a escuchar los sonidos de personas trasladándose de un lado a otro, conversando, riendo y sirviendo tragos cada vez más seguido, se levantó casi fuera de si. A gritos llamó a Vicente a la habitación, pero él - como ya estaba bastante pasado de tragos - hizo caso omiso a sus palabras, por lo que no le quedó otra opción que levantarse, pasar entre la gente, entre platos y vasos sucios en el suelo, para llegar hasta Vicente. Cuando lo tuvo en frente a gritos lo echó del departamento con su tropa de “amigotes”, recordándole de paso, que esa era la única regla que había pedido se respetara, que le aceptaba su desorden y que no lavara ni un tenedor después de comer, pero que lo único en que no pensaba ceder era en eso. Los domingos son en silencio y punto. Terminada la frase, ya todos estaban en el pasillo agolpados mirándola con cara de espanto. Cerró la puerta de un gran golpe y volvió a su dormitorio, para intentar retomar el sueño. Vicente no se apareció por el departamento en dos días. Tiempo en el que Antonia no lo extrañó realmente.